Cada 4 de febrero la Iglesia recuerda a Santa Catalina de Ricci, dominica italiana que recibió los estigmas de Cristo. Catalina es una de las más importantes místicas del siglo XVI, conocida por los milagros que obró en vida y por haber sido parte de la renovación espiritual de la Iglesia Católica en tiempos de la reforma decretada por el Concilio de Trento.
La Pasión de Cristo
Alessandra Lucrezia Romola de Ricci -nombre de pila de Catalina- nació en Florencia el 23 de abril de 1522. Sus padres, Pier Francesco de Ricci y Caterina Bonza, formaban parte de las familias acaudaladas de la ciudad. Entre los seis y siete años, Catalina inició su formación en el monasterio benedictino de Monticelli, cuya abadesa era su tía, Luisa de Ricci.
Desde pequeña Catalina se mostró como una persona de gran devoción, especialmente sensible al misterio de la Pasión de Cristo. A los doce años, en 1534, permaneció unos días con las hermanas del convento de San Vicente en Prato, localidad cercana a Florencia. Allí quedó impactada por el estilo de vida de estricta observancia de las religiosas. En 1535 pidió ser admitida como benedictina, recibiendo el hábito de la Orden de manos de su tío, Timoteo de Ricci, confesor del monasterio.
San Vicente (Prato, Toscana) era un convento de clausura habitado por religiosas pertenecientes a la Tercera Orden de Santo Domingo.
Catalina, al año siguiente, 1536, profesó los votos solemnes. Allí cambió el nombre de ‘Alessandra’ por el de ‘Catalina’, en honor a su santa patrona, Santa Catalina de Siena.
Mística y administradora
Los años del noviciado fueron especialmente difíciles para Catalina. Durante ese periodo se acentuaron los arrebatos místicos, a veces en el tiempo regular de oración, a veces durante las horas del servicio doméstico, por lo que surgieron sospechas sobre su idoneidad para la vida religiosa. La mayoría de mujeres que vivía con ella creían que Catalina andaba de manera descuidada y que se quedaba dormida en el coro, cuando en realidad la santa podía estar en éxtasis. Gracias a Dios, su sencillez y dedicación a la oración contribuyeron a que la jovencita persevere en su lucha diaria y a que sus hermanas la comprendan mejor.
Para cuando cumplió los 30 años, Catalina ya se desempeñaba como superiora de la comunidad, cargo que ocuparía hasta el final de sus días. Siendo ella mujer de profunda oración, también demostró ser una gran administradora.
Esta etapa estuvo marcada por las visiones y los encuentros místicos. Según su propio testimonio, Catalina cargó en sus brazos a Jesús Niño, que se le aparecía con frecuencia para recibir sus cuidados. En otras oportunidades, Jesús se le presentaba como adulto y permitía que ella lo acompañara en distintos momentos de su Pasión. A Catalina también le fue revelado el dolor que sintió la Virgen María mientras Jesús, su Hijo, agonizaba en la cruz.
Dios le concedió estas gracias extraordinarias a las santa para provecho de su alma y de quienes, a través suyo, también querían conocer y amar más a Cristo sufriente.
Compartiendo los dolores de Cristo y su Madre
El anhelo profundo por unirse místicamente al misterio de la Pasión del Señor hizo que Catalina sangrara espontáneamente y recibiera los estigmas. En momentos de oración profunda aparecía en uno de sus dedos un anillo de coral, como signo de su matrimonio espiritual con Cristo.
San Felipe Neri, que mantuvo correspondencia con la santa por años, dio testimonio de que ella se le había aparecido, cuando a ambos los separaban miles de kilómetros. Era una época de grandes santos y de renovación eclesial. Entre sus contemporáneos estuvieron, además de San Felipe Neri, San Carlos Borromeo y Santa Maria Magdalena de Pazzi.
Santa Catalina falleció el 2 de febrero de 1590 después de una larga y dolorosa enfermedad, a la edad de 68 años. Fue beatificada en 1732 por el Papa Clemente XII y después canonizada por el Papa Benedicto XIV en 1746.