Cada 13 de febrero, la Iglesia conmemora a las santas Fusca y Maura, dos mujeres a las que unió la amistad más especial. Más allá de que pertenecían a estratos sociales diferentes o provenían de mundos distintos, las dos vivieron unidas por la fe, la esperanza y la caridad.
Fusca y Maura fueron contemporáneas de Santa Águeda de Catania y, como ella, sufrieron la terrible persecución organizada por el emperador romano Decio en el siglo III. Ambas entregaron la vida tras negarse a rechazar la fe en Cristo Jesús.
“Dar la fe”
Según la tradición, Fusca nació en el seno de una familia pagana de Rávena, ciudad del antiguo imperio romano, que subsiste hasta hoy como parte de Italia. Maura fue nodriza de Fusca, es decir, fue la mujer que probablemente la amamantó o al menos la cuidó en sus primeros años de vida.
Cuando Fusca alcanzó la edad de 15 años, le confesó en secreto a Maura que había oído hablar del Señor Jesús y que tenía el deseo de convertirse y recibir el sacramento de la iniciación cristiana, el bautismo. Aquella invitación tocó profundamente el corazón de Maura porque ella se consideraba cristiana desde hacía tiempo, aunque todavía no se había bautizado. Es así que ambas mujeres deciden buscar a un sacerdote llamado Hermoloa, quien las instruyó en la fe y las bautizó.
El don de Dios todo lo vale
Cuando el padre de Fusca se enteró de lo que había hecho su hija, montó en cólera contra ella y contra Maura, culpándola de haber deshonrado a su familia.
El hombre, entonces, ordenó que las dos mujeres fueran encerradas en los sótanos de la casa, donde se les dejó tres días sin comida ni bebida. Su intención era darles tal escarmiento, que al salir libres solo les quedaría pedir perdón por haberse bautizado.
Sin embargo, esto no llegó a suceder. El padre, fuera de sí, buscó por otros medios que su hija retornara al culto pagano de la familia. Al ver que no podía doblegar su voluntad, él mismo la denunció al gobernador Quinciano, quien ya había condenado al martirio a Santa Águeda poco tiempo atrás. Fusca, consciente de su destino, tras ser acusada, se encomendó a Dios y declaró que no temía ni a los tormentos ni a la muerte porque confiaba en las promesas de Cristo y creía en la resurrección.
“Dar la Vida”
Quinciano envió a sus hombres para que se lleven a Fusca y a Maura, pero un ángel del Señor se paró al lado de ambas para protegerlas. Aquel día los soldados no se atrevieron a ejecutar las órdenes recibidas.
Solo unos días un grupo mucho más grande de milicianos regresó y las dos mujeres fueron forzadas a comparecer ante el tribunal. Sin miedo, enfrente de todos, Fusca y Maura reafirmaron su fe en Jesucristo y la esperanza en su promesa de vida eterna.