22 de Enero – San Vicente

Vicente descendía de una familia de cónsules romanos afincados en Huesca, y su madre, según se dice, fue hermana del mártir San Lorenzo. Su fecha de nacimiento no está bien determinada, pero debe de haber sido hacia la última parte del siglo III.

Estudió la carrera eclesiástica en Zaragoza junto al obispo Valero, quien lo nombró primer diácono. Tal nombramiento respondía a una curiosa razón; Valero era muy mal orador y Vicente muy bueno, así que el obispo encontró con creces a quien debía suplirle y exonerarlo de la sagrada cátedra.

La persecución

Los tiempos en los que vivió Vicente fueron los del emperador Diocleciano, por lo que sobran explicaciones sobre la hostilidad que se vivía contra los cristianos. Daciano era el encargado de ejecutar las órdenes imperiales en España.

Las cárceles, anteriormente reservadas para los delincuentes, estaban abarrotadas de presbíteros, diáconos e incluso obispos. Cuando Daciano llega a Zaragoza, manda detener al obispo Valero y a su diácono, Vicente, y los envía a Valencia.

“Invicto”

En Valencia, obispo y diácono son interrogados. Valero no encuentra las palabras apropiadas para defenderse y Vicente es quien finalmente responde por ambos. Su retórica se dirige a cuestionar el poder del cónsul sobre lo espiritual, y eso no hizo más que enfurecer a Daciano, quien castiga a Valero con el destierro.

Vicente, por su parte, no corre la misma suerte: es sometido primero a la tortura del potro. Su piel, luego, sería desgarrada con unos garfios de acero. Mientras lo torturaban, el juez presente le ofrecía el indulto si abjuraba. Vicente soportó cuanto dolor pudo sin dar un paso atrás.

Daciano, sintiéndose desafiado, le ofrece el perdón si blasfema. Ante la nueva negativa, exasperado, mandó aplicarle un tormento aún más cruel: colocarlo sobre un lecho de hierro incandescente.

Señala la tradición que Vicente se encomendó a su paisano San Lorenzo para que le ayude a sortear aquella prueba. Luego, con la piel quemada, fue arrojado a un calabozo fétido. En palabras de Prudencio, se trataba de “un lugar más negro que las mismas tinieblas”.

¿Dónde está, muerte, tu victoria?

En esos momentos de extremo sufrimiento, Dios es su consuelo. Dice el poeta que un coro de ángeles lo vino a consolar al mártir. Aquel horrible lugar se llena inesperadamente de luz, y la pestilencia desaparece. El carcelero, conmovido, se convierte y confiesa a Cristo.

Daciano, pérfido, manda poner bálsamos a Vicente, pensando que un poco de alivio será la mejor antesala para hacerlo luego sufrir aún más. Pero apenas cargado para ser llevado nuevamente ante el verdugo, Vicente expira y su alma vuela hacia Dios. Era el mes de enero del año 304.

El Prefecto ordena mutilar el cuerpo del santo y arrojarlo al mar, pero las olas lo devuelven un par de días después. Los cristianos entonces lo recogen y le dan sepultura. Ahora ellos proclaman el triunfo de Dios en Vicente, al que llamaron “Invicto”.

Epílogo

“San Vicente de Huesca es uno de los tres grandes diáconos que dieron su vida por Cristo. Junto con Lorenzo y Esteban -Corona, Laurel y Victoria- forma el más insigne triunvirato. Este mártir, celebrado por toda la cristiandad, encontró sus panegiristas en San Agustín, San León Magno y San Ambrosio”.